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Hora de poner fin al limbo letal de la guerra contra las drogas de EEUU y México
Ciudad de México, 8 de octubre de 2020 (IPS) - Actos de violencia esporádicos pero espectaculares le recuerdan al mundo las profundidades del conflicto letal en que partes de México se han visto sumergidas en los últimos años.
Los grupos criminales que son el rostro público de esta violencia son poco modestos con su poder. En un video del 17 de julio, el Cartel de Jalisco Nueva Generación (una de las “cinco organizaciones criminales transnacionales más peligrosas” del mundo, según el Departamento de Justicia de Estados Unidos) presentó algunos de sus soldados mejor entrenados y equipados con su armamento de última generación.
Si el video parece creado para hacer gala de las capacidades paramilitares del grupo, es porque lo fue. La demostración de fuerza fue un mensaje para el gobierno, le dijo un operador del Cartel de Jalisco a Crisis Group, “para que no se pasen” después de que un tribunal mexicano ordenara la extradición del hijo del líder del grupo a Estados Unidos y el congelamiento de algunas de sus cuentas bancarias.
Fue una forma del grupo para recordarle a las autoridades que “se puede causar daño si no se respetan los arreglos”, dijo.
Ya sea a causa del video o no, las tensiones efectivamente disminuyeron después de su publicación, cuando se desvaneció la amenaza de una mayor escalada y las condiciones volvieron a la “normalidad”. En México, sin embargo, la normalidad ha llegado a significar un estado de conflicto perpetuo, que se traduce en una cifra de muertes que sobrepasa los 35 000 homicidios al año.
Depredación criminal en la pandemia
Infortunadamente, al norte de la frontera hay poca discusión pública sobre qué está produciendo estos niveles de violencia en México. En cambio, el diálogo político de Estados Unidos tiende a centrarse en una de las consecuencias de la violencia: la inmigración.
El presidente Donald Trump, ahora en campaña de reelección, basó su primera candidatura en 2016 en azuzar el miedo sobre presuntos delincuentes, narcotraficantes y violadores que estarían cruzando la frontera mexicana, y la promesa de construir un muro para mantenerlos fuera.
Sin embargo, durante esa campaña no hubo una discusión significativa sobre cómo las tercas tasas del conflicto letal mexicano son en realidad una coproducción de Estados Unidos y México, impulsadas por las propias tácticas que Washington ha exportado para librar la “guerra contra las drogas”.
Hasta la fecha, la contienda presidencial de 2020 entre Trump y el exvicepresidente Joe Biden tampoco ha incluido esta discusión.
Es probable que este tema se mantenga ausente en lo que resta de la disputa electoral, pero una vez que termine, será hora de que quien ocupe la Oficina Oval confronte estas preguntas directamente, ahora por interés propio.
Tener un vecino afectado por el conflicto y la inestabilidad conlleva importantes consecuencias para Estados Unidos, sobre todo la creciente crisis de desplazamiento forzado en México.
En más y más regiones, las autoridades mexicanas simplemente no son capaces de proteger a los ciudadanos de la influencia depredadora de grupos criminales, lo que ha llevado tan solo en 2018 a que aproximadamente 1,7 millones de personas abandonen sus hogares debido a la inseguridad, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía de México.
La mayoría de quienes se ven obligados a huir se reubican dentro de las fronteras mexicanas, pero ya en 2020 los ciudadanos mexicanos han llegado a remplazar a los centroamericanos como el grupo más grande de detenidos en el intento de cruzar la frontera a Estados Unidos.
La pandemia del covid-19 está empeorando la situación.
Después de haber matado a aproximadamente 80 000 mexicanos (una cifra que podría representar un subregistro significativo), el coronavirus ha exacerbado la situación humanitaria y ha sumido al país en la peor crisis económica registrada hasta el momento, con una probable caída del producto interno bruto (PIB) de al menos ocho por ciento en 2020.
También ha evidenciado cómo los grupos armados intentan consolidar su control sobre las comunidades, donde han asumido papeles que van desde la aplicación de medidas de aislamiento hasta la distribución de bienes y servicios.
A medida que aumenta la desesperación, también aumentará la determinación de las personas más vulnerables a buscar una vida más segura y próspera en otro lugar. Los gobiernos de Estados Unidos y México pueden intentar controlar el flujo de migrantes cerrando la frontera con medidas más estrictas, pero esa no es una medida aceptable desde una perspectiva humanitaria.
También podría resultar difícil de sostener para ambos gobiernos a medida que la crisis escala y aumenta la presión pública para afrontarla.
Inercia en la formulación de políticas
Sin embargo, hasta ahora los formuladores de políticas estadounidenses han enfrentado la posibilidad de que la situación en México se empeore aún más con inercia. Continúan apoyando una “guerra contra las drogas” militarizada, que sigue siendo el eje de la cooperación bilateral en seguridad.
Amenazas recurrentes de sanciones económicas por parte del presidente Trump y otros funcionarios estadounidenses de alto nivel contra México si este no “demuestra su compromiso para desmantelar los carteles” empujan al presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, a aumentar más aún la dependencia del país a las fuerzas armadas en asuntos de seguridad pública, a pesar de sus promesas de campaña de hacer exactamente lo contrario.
El problema es que, en su mayor parte, la militarización ha demostrado ser todo menos una solución.
Desde 2006, cuando el gobierno mexicano, alentado por Washington, desplegó a las fuerzas militares bajo la promesa de un golpe rápido y definitivo contra el crimen organizado, la situación ha empeorado: más de 80 000 mexicanos han sido desaparecidos y las tasas de asesinatos anuales se han cuadriplicado.
El número total de víctimas de muertes violentas en este período, que está por encima de 330 000, es más del doble del número de muertes relacionadas con el conflicto registradas en Afganistán desde la invasión estadounidense en el 2001.
La impunidad generalizada agrava el problema. Menos de uno de cada diez asesinatos es resuelto en el sistema de justicia, y la línea que divide a los funcionarios del Estado de los criminales a los que se supone deben controlar no solo es delgada, sino en ocasiones, inexistente.
Para dar solo un ejemplo significativo, uno de los principales arquitectos de la última reiteración de la guerra contra las drogas, el exsecretario (exministro) de Seguridad Pública federal Genaro García Luna, está siendo juzgado en Estados Unidos por su presunta colusión con el Cartel de Sinaloa (cargos que el exsecretario niega).
Una serie de “guerras pendejas”
La impunidad ha permitido a los grupos armados expandir sus actividades mucho más allá del narcotráfico que alguna vez fuera su dominio principal. Con sus feudos predatorios expandiéndose por el territorio mexicano, los grupos utilizan su control territorial como una herramienta para obtener ingresos de cualquier fuente disponible a nivel local, principalmente a través de la extorsión.
La historia se repite en todo el país.
En Guerrero, la extracción de oro ha venido a suplementar el tráfico de heroína. En Michoacán, los limones y los aguacates se añaden a la metanfetamina. En Chihuahua, la tala ilegal ha venido a acompañar el cultivo de marihuana. La expansión de su portafolio de negocios a materias primas y cultivos lícitos aumenta el poder de los criminales sobre la población y la política, y además refuerza su capacidad para sobrellevar acciones del Estado en su contra.
La responsabilidad por este deterioro recae, al menos parcialmente, en la fallida estrategia de descabezamiento (kingpin strategy) de la guerra contra las drogas, fundada en la creencia de que arrestar o matar a líderes criminales hace que sus organizaciones implosionen. Estos grupos se desmoronan, Ciertamente, pero sus integrantes siguen viviendo, a menudo enfrentados entre sí en innumerables disputas territoriales.
Michoacán es emblemático. Este estado estuvo dominado por una única organización criminal hasta que, en 2014, el gobierno federal desplegó sus tropas. Con la ayuda de otros grupos armados ilegales, el ejército logró disolver la organización que una vez dominara este territorio, arrestando a uno de sus principales líderes y matando al otro.
Pero después de que las autoridades fallaran en hacer un seguimiento adecuado con medidas para la consolidación de la paz y el fortalecimiento de las instituciones (por ejemplo, eliminando la corrupción policial, ofreciendo alternativas a los jóvenes para salir de los grupos criminales y alternativas económicas lícitas a las poblaciones locales), el conflicto armado tomó un nuevo impulso.
Actualmente, el número de grupos armados que operan en el estado ha aumentado de uno a veinte. La mayoría son resultado de la división del grupo que dominaba la zona, y ninguno ha sido capaz de imponer plenamente su dominio sobre los demás. La lucha se ha vuelto perpetua. Además, Michoacán refleja la tendencia nacional.
En 2006, había seis conglomerados criminales luchando en un puñado de regiones. En 2019, el número llegó a 198, de acuerdo con un análisis realizado por Crisis Group de los llamados “narcoblogs”, sitios web de periodistas ciudadanos.
El resultado de esta hiperfragmentación del conflicto armado ha sido el nacimiento de una serie de “guerras pendejas que nadie controla y que no acaban”, en palabras de un jefe de plaza de un grupo armado aliado con el Cartel de Jalisco.
Sin embargo, él, y cientos de otros más, continúan matando, desapareciendo y desplazando a sus enemigos y a quienes creen que puedan tener vínculos con ellos. Los niños y las mujeres ya no están excluidos del conflicto.
En la Sierra de Guerrero, por ejemplo, como parte de una serie de desplazamientos forzados, un grupo armado ha expulsado a cientos de civiles de sus comunidades por sospechas de que puedan tener algún tipo de vínculo social o económico con su competidor.
Un extraficante de cocaína, activo hasta mediados de la década de 1990, reflexionó sobre la lógica cambiante de la violencia diciendo que “los narcos de hoy ya ni siquiera son narcos”. Sugirió que los actores criminales de hoy ya no se adhieren a las normas informales de conducta que alguna vez siguieron sus contemporáneos.
Mientras tratan de ganar terreno en las luchas por territorios y mercados, los grupos criminales también intentan atraer actores del Estado de su lado. Con mucha frecuencia tienen éxito, lo cual tiene efectos devastadores en las instituciones de seguridad.
“Quien tiene el apoyo del Estado crece”, dijo dicho jefe de plaza. La supuesta colusión entre el principal antinarco García Luna y el Cartel de Sinaloa es tan solo la punta del iceberg; se pueden encontrar acuerdos igual de preocupantes en las esferas inferiores del gobierno.
No hay una solución universal
Dado el traslape entre el Estado y los criminales contra los que lucha, no hay enemigos definidos ni líneas de combate claras en esta guerra. No es una guerra que se pueda ganar. Sin embargo, existen pasos claros y prácticos que México puede tomar para mitigar y, con el tiempo, poner fin a sus conflictos armados, con el apoyo de Washington.
Fundamentalmente, el gobierno debe abandonar el enfoque universal que considera el uso de la fuerza como la principal solución para cualquier crisis e ignora quién y qué impulsa la violencia letal a nivel local.
En lo que se ha convertido en un mosaico de conflictos regionales, el contexto importa y debe ser la base de una política eficaz. En consecuencia, los funcionarios deben entender no solo las dinámicas de los grupos armados en conflicto, sino también a los políticos y empresarios que se alinean con ellos y los recursos por los que luchan.
También deben establecer medidas para hacer menos rentable el control de estos recursos, alertando a los consumidores sobre los productos que provienen de cadenas de suministro con lazos criminales, ya sea oro comercializado en Canadá o aguacates en Estados Unidos.
El gobierno mexicano también debe, con el apoyo de Estados Unidos y otros socios internacionales, invertir más en programas sociales y económicos que ayuden a evitar que jóvenes vulnerables se vean atraídos a los grupos armados.
Asimismo, debe intensificar los esfuerzos para ofrecer una salida a los jóvenes vinculados a grupos armados a través de programas de desmovilización. Mecanismos de justicia transicional también podrían ayudar a las comunidades a asimilar su tenso pasado y romper largos ciclos de asesinatos por venganza.
Estos esfuerzos se deben enfocar en las regiones con la mayor intensidad de conflicto y que producen la mayor parte de las muertes violentas y desplazamientos en México.
Las audaces políticas introducidas por administraciones anteriores y la actual, a menudo han fracasado como resultado de la aplicación indiscriminada de un único modelo de reforma a muchos contextos diferentes.
Concentrar los recursos y esfuerzos en planes de intervención regional, elaborados sobre la base de un estudio profundo de la dinámica de los conflictos locales sería una mejor forma para avanzar, incluso si a primera vista parecen ser logros más limitados.
Incluso con estos cambios, el uso de la fuerza seguirá teniendo un papel en la gestión de estos conflictos, pero ese papel será diferente al actual.
Se podrían usar a las fuerzas de seguridad para apoyar las iniciativas mencionadas y a sus beneficiarios, quienes probablemente serán blanco de ataques violentos y cooptación criminal.
También podrían desplegarse para disuadir posibles operativos criminales contra las poblaciones que, según la información disponible, son las más vulnerables al desplazamiento y otros abusos. Si bien el Estado continuará empleando la fuerza donde fuese necesario, ya no sería la principal y única herramienta para erradicar la inseguridad.
Finalmente, la clave del éxito de cualquier nueva iniciativa para detener la violencia letal en México será un esfuerzo real por limpiar las instituciones encargadas de proteger a los ciudadanos del crimen, y que durante décadas han estado plagadas de colusión y corrupción.
Varios actores criminales le han dicho a Crisis Group que “llegar a acuerdos” con la policía y los comandantes de las fuerzas armadas es rutinario.
Estos entendimientos dependen de que las instituciones de seguridad, como las fuerzas armadas, sigan siendo en gran medida autónomas y resistentes a la supervisión.
Para desarrollar un grupo de funcionarios más confiable para implementar las políticas descritas anteriormente, el gobierno deberá introducir mecanismos de transparencia y rendición de cuentas en todas las fuerzas de seguridad, reforzados a través de organismos de control externos.
Lo cual obliga a volver a Washington.
Para tener éxito, cualquier solución a los conflictos en México requerirá del respaldo de Estados Unidos, que debería reconsiderar y, en última instancia, reformar el enfoque militarizado a la aplicación de la ley que ha exportado a México.
El gobierno de Estados Unidos, al defender, diseñar, financiar y, de hecho, imponer la guerra contra las drogas a su vecino, esperaba poder purgar al país del corrosivo impacto social, político y económico del narcotráfico y traer mayor estabilidad a la región.
Desde finales de la década de 1960, ha invertido en esta visión, inyectando una oleada de dólares de los contribuyentes estadounidenses (miles de millones en total) en la iniciativa.
Pero mientras la determinación de Estados Unidos fue suficiente para convencer a los líderes mexicanos de apostarle a este plan, la dependencia de la mano dura militarizada ha demostrado ser un fracaso.
Es hora de que Washington comprenda esta dura realidad y cambie su estrategia. Si quiere promover la paz a través de su frontera sur, debe ayudar a México a alejarse de la guerra que ha generado tanto conflicto.
Este artículo fue publicado originalmente por IPS Inter Press Service
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